Siempre que comento algo referido a mis cambios de carrera, se me viene a la mente una frase de la serie de MTV “Daria”, que desde hace años adopté como frase de cabecera:

“Mi meta es no despertar a los 40 años con la amarga sensación de haber desperdiciado mi vida en un trabajo que odio, porque fui forzada a elegir una carrera durante mi adolescencia”.

Personalmente creo que, salvo excepciones, es muy difícil saber qué es lo que querés hacer por el resto de tu vida cuando solo tenés 17 o 18 años. Y no está mal. Muchas veces sentimos que somos los únicos que cambian, y vemos a esto como un fracaso. Frases como: “No sirvo para estudiar” o “No me gusta nada” comienzan a rondar por nuestra cabeza, pero no todo es tan oscuro como parece.

Yo me cambié varias veces de carrera. Recién a mitad del año pasado, y en medio de una feroz crisis estudiantil, decidí frenar con mi vorágine universitaria. Tenía pánico de parar, pero era algo que debía hacer. Eso, y pensar en frío qué era lo que había hecho hasta ahora, y hacia donde quería ir.

Luego de ir a diferentes universidades, y analizar cada plan de estudios (cosa que recomiendo muchísimo. Nunca se queden con lo que les dicen. Vayan a las universidades, y si pueden pidan entrevistas con los coordinadores de la carrera para que les aclaren todas sus dudas), se hizo la “luz”…  En marzo arranqué con la Licenciatura en Lengua Inglesa.

Por primera vez, y después de tanta búsqueda siento que estoy donde quiero estar (y créanme que no hay mejor sensación en el mundo que esta).

¿Qué quiero decir con todo esto? Que no hay que paralizarse frente a los cambios. Darle unos giros a la vida universitaria no significa un fracaso. Al contrario, implica que estamos más cerca de encontrar lo que realmente queremos ser (y hacer) en nuestras vidas.