Voy a tratar de ser lo más sincero posible: tengo mucho miedo. Un miedo real y palpable, eterno y agotador. Un miedo que disfrazo de ansiedad para no mostrarme débil. Porque usted vio cómo deben ser de inquebrantables los jóvenes cuando un mundo nuevo se presenta y, en especial, ese mundo pasa a ser una forma de vida: la facultad.

Estas líneas reflejan los sentimientos más puros que sentía hace más o menos cinco años, cuando, todavía indeciso, empezaba a desandar un camino que me hizo perder mil veces para hacerme encontrar conmigo mismo una y otra vez.

Hoy estoy más inseguro que antes porque cada día veo más cerca el final de esta etapa que no sé si quiero terminar.

Acá estoy, en la recta final de mi vida o en la recta final de mi vida universitaria, que es prácticamente lo mismo si apenas tenés 22 años pero llevás cientos de apuntes apilados, miles de páginas leídas y millones de crisis atravesadas.

Por un momento quiero dejar de preocuparme y vivir mi vida, ser yo mismo, pero no puedo. No sé si quiero recibirme, no sé si quiero dejar de pisar la universidad y salir al mundo que te devora ahí afuera. No lo sé.

Ahora tengo mucho más miedo. Un miedo mucho más real, mucho más palpable, mucho más eterno y mucho más agotador. Es cierto que no quería empezar y hoy no quiero que se acabe, la única realidad es que le debo mis mejores y también mis peores horas a un lugar que, sin quererlo, se transformó casi en mi segunda casa. Una segunda casa en la que me siento protegido y también agobiado, pero casa a la que no me disgusta volver y a la que tampoco quiero abandonar.

Igual que hace cinco años, una vez más habrá que enfrentarse a más dudas que certezas. Es la contradicción de mi vida: no quiero seguir sufriendo por parciales ni finales, pero tampoco me quiero recibir. No sé qué quiero pero no lo quiero ahora, ni después.