18:00 h. En punto. En cualquier otro día se habría preparado la pava de agua para el mate de la merienda. Cualquier otro día, pero hoy no. Y quizás por muchos días más tampoco. Ojalá. Pero no, hoy no. Hoy corrió por el corto pasillo del departamento de sus padres, casi chocando con el aparador donde su mamá guardaba la vajilla buena, la que nunca se usaba, salvo en ocasiones especiales. Se preguntaba si algún día llegaría una ocasión especial o si esa vajilla iba a quedar ahí para siempre, acumulando polvo. Agitó la cabeza, no se podía distraer. Eran las 18:05. Agarró un cuaderno de la mesa del comedor y juntó los papeles que le habían pasado para los inicios de las clases. Los metió en su mochila que tenía el mismo diseño que su cartuchera, reliquias que habían quedado de la secundaria. Antes de salir por la puerta pasó por la cocina a buscar una botella de agua.
–¿Tomaste algo? –preguntó su mamá, con el mate en la mano, y una factura en medio del camino hacia los labios. ¿Qué pasaba con las madres, que siempre cuando una estaba apurada, hacían preguntas que solo hacían perder el tiempo?
–No. No tengo tiempo.
–No se estudia bien con el estómago vacío.
–Si lo sé, mamá.
–Aunque sea comprate algo en el camino.
–Sí, mamá.
No lo iba a hacer. Eran las 18:10. A las 18:30 empezaban las clases. Todavía tenía que tomarse el bondi. Era su primera clase en la facultad, día que había anhelado durante todo el verano. Al fin iba a estudiar algo que le gustaba. Algo que le interesaba. Basta de perder el tiempo en materias aburridas. Basta de profes desmotivadores. Basta de compañeras que no prestaban atención. Estaba ansiosa por ver lo que la carrera le traería. Ansiosa por conocer a sus nuevos compañeros. Ansiosa por saber más sobre sus profes. Ansiosa por todo. Tan ansiosa que se había quedado dormida en la siesta, y ahora, en su primer día, su primera clase, estaba llegando tarde.
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