Desde siempre tuve una gran afinidad con las ciencias médicas, con la biología, la salud y el cuerpo humano. Quizás porque al nacer con una patología de base siempre estuve rodeada de médicos, tratamientos y gran parte de mi vida transcurrió entre consultas y cirugías en una clínica. Pero desde la mitad del secundario supe que quería estudiar Nutrición. Fue una de las pocas decisiones con las que me había enfrentado hasta entonces, lo decidí y hasta hoy es lo que me gusta. Jamás cambié de opinión, pero no fue tan sencillo.
El primer problema surgió cuando descubrí que la universidad más cercana en la que se estudiaba la carrera, estaba a 45 km de la ciudad en donde vivo. Como decía, nací con una patología que me impide caminar y movilizarme normalmente, por lo tanto mis bastones son mis mayores compañeros en esta vida. Cuando le planteé a mis padres lo de la carrera, con 14 años, recuerdo como si fuera hoy todo lo que se produjo en mi familia: incertidumbres, dudas, contradicciones. La duda era: ¿cómo iba a hacer? Era impensable que cuando empezara la facultad, con 17 años, fuera a vivir sola, lejos de casa. También que viajara en colectivo, ya que la facultad y la terminal se encuentran separadas por varios kilómetros. Otro problema era la parte académica, los horarios, el carácter impersonal de una facultad, la integración social -nada fácil en personas con discapacidad-, la infraestructura (escaleras, por ejemplo) y podría seguir enumerando dificultades hasta el día que me reciba. Continuar leyendo →