El profesor habla y yo sólo escucho palabras sueltas. Creo que está intentando formular alguna teoría y transmitirnos todo su conocimiento, o eso se supone. Pero yo sigo escuchando palabras al viento, que vuelan, y no lo hacen juntas.

Empiezo a sentir que es culpa de un profesor novato que no sabe hacerse entender, pero pasada su cátedra ingreso en otra materia con otro profesor y la historia se repite. Ahora no sólo habla, sino que también anota cosas en una pizarra y no encuentro la relación entre lo que dice y escribe, y me confunde una vez más.

Por suerte suena el timbre, junto mis cosas rápido, saludo a mis amigos y me voy. Me espera media hora de viaje hasta casa, media hora para charlar conmigo misma, hasta que llego a mi casa y la charla se extiende a mi mamá, que pregunta “¿aprendiste algo interesante hoy?”. Hice silencio unos segundos y contesté “no sé”, un seco no sé si era interesante, aunque en realidad fuera un no sé si aprendí.

Lo que parecía “un mal día” se transformó en una mala semana, y después en un mal mes. Hasta que me di cuenta de que empecé a volver de la facultad con más dudas que conocimientos. Y dije basta para mí y ya no hubo vuelta atrás. Justo cuando se cumplía un año y medio del día que había tomado la decisión de inscribirme, me encontré tomando otra elección importante: la de darme de baja.

Me sentí aliviada, esa es la palabra exacta. Y duró sólo un minuto (también exacto) hasta que llegó la pregunta “¿y ahora qué vas a hacer?”.

¿Qué hacer cuando tu única opción deja de ser una opción? Qué hacer, cómo superarlo, cuándo voy a tener respuestas, dónde ir, por qué a mí.

Ya pasó más de medio año y mi respuesta sigue siendo “no sé”: no sé si la profesión no era para mí o si no me adapté a la facultad; no sé si seguir o qué seguir… Y no, no me preocupa tanto tener respuestas ya, me conformo con saber si algún día las voy a encontrar.